Se habían enfadado por nada o al
menos eso era lo que creía él, la obstinación de ella en mantener el enfado le
dio a entender que el motivo era más importante de lo que pensó en un
principio, bromas, sonrisas, caras de pena, disculpas no servían para nada.
Hasta que la pequeña pena de circunstancias, sincera o falsa, se convirtió en
una pena de verdad. La pena y el desconcierto le fueron impidiendo mirarla o
hablarla. Buscaba una formula que rompiese el enfado de ella que mantenía la
cara crispada y un destello de tristeza en su mirada, ¿en qué mirada si no
miraba a ninguna parte?
Una vez instaurada la auténtica
pena no le abandonó, podía haberse enfadado a su vez. Normalmente un enfado
suele bastar para que desapareciera el enfado de la otra persona que lo único
que deseaba era hacer daño, un daño equivalente al sufrido, invirtiéndose el
proceso hasta que después de varios dolores mutuos llegaba la reconciliación.
Siempre funcionó con otras personas.
En esta ocasión no utilizó el
recurso y se quedó con la pena, quizás quería mantenerla o quizás no quería
hacerla más daño.